En el deporte no siempre el mejor equipo gana un campeonato. Y el béisbol de Grandes Ligas no escapa a esa realidad.
En una temporada corta, de apenas 60 partidos, el club que se ajuste mejor a las condiciones extraordinarias de una competencia sin precedentes tendría mayores probabilidades de alzarse con el título.
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Lo irregular de la campaña irónicamente nivela la competencia.
En la Serie Mundial de 1990, los Cincinnati Reds protagonizaron una mayúscula sorpresa al barrer en cuatro juegos a los súper favoritos Oakland Athletics.
Los escarlatas no eran mejores que los bombarderos de Oakland con José Canseco, Mark McGwire y Rickey Henderson, entre otros. Sencillamente jugaron mejor en cuatro partidos.
En ese Clásico de Otoño, los Athletics tuvieron un pobrísimo promedio colectivo de .207 y una media de embasamiento de .307. Los Reds batearon para .317 y se embasaron al ritmo de .384.
Canseco, quien durante la temporada regular descargó 37 jonrones y remolcó 101 carreras, en aquella serie bateó .083 (un hit en 12 turnos)
Esta temporada es como una Serie Mundial. Un carrera de 100 metros en lugar de un maratón en la que no hay lugar para errores o malos hábitos y es aquí donde todos los equipos gozan de la misma oportunidad de ganar.
Y particularmente en una pelota que se ha ido transformando agresivamente en un juego cada vez más aburrido, predecible, imposible de disfrutar gobernado por jugadores de dudosa extirpe y razonamiento.
El béisbol moderno lo domina el clásico “slugger” contemporáneo que sacrifica el contacto y la consistencia por un batazo contundente cada 20 turnos. Este tipo de bateador inmutable es fácil presa de cualquier serpentinero con control e idea y una de las principales razones por la que el juego de pelota ha perdido ritmo y brillo.
Tampoco ayuda la creciente tendencia en el uso del shift defensivo.
Equipos como los Yankees, Dodgers, Bravos, Twins o Rays, considerados por muchos entre los favoritos para coronarse este año, están repletos de representantes del nuevo género de peloteros incorregibles.
Me refiero a leñadores que descargan siempre el mismo swing , independientemente del lanzamiento o la cuenta, en busca de sacar la pelota de parque. Son tercos, jamás protegen el plato, no les importa poncharse y son fácil presa de los cambios defensivos.
Por culpa de ellos, la ofensiva en el béisbol se limita cada vez más a tres resultados presumibles: el ponche, la caminata o el jonrón. Se trata de productos malignos que, como especies invasoras, están tragándose otras partes del juego como el toque de pelota, el robo de base o el hit and run.
Como consecuencia, la pelota — ya de por si lenta — ofrece menos acción ya que más de un tercio de todas las apariciones en el plato no involucran a los fildeadores.
Así las cosas, insisto: el equipo que mejor se ajuste a una temporada corta en la que quizá la “pelota chica” sea la mejor estrategia, será el campeón.
UNA PLAGA COME BATES
Desde hace varios años, el béisbol viene tropezando con los chocolates mientras se entorpece ante el dudoso encanto de los cuadrangulares . En 2017, los bateadores no pusieron la pelota en juego o pegaron cuadrangulares el 34 por ciento del tiempo.
En abril de 2018, y por primera vez en la historia de las mayores, se registraron más ponches que hits: 6,656 vs. 6,360. En la temporada de 2019, se conectaron 42,039 hits y se registraron 42,823 ponches en las Grandes Ligas.
Y es que el ponche, antes un out ignominioso, ya no tan abominable. Se ha convertido en parte integral del juego.
Frank Robinson, cuyo magistral currículum incluye 586 jonrones, una Triple Corona de bateo, un premio al Novato del Año, los honores al Jugador Más Valioso en ambas ligas y ser pionero como el primer manager afroamericano en la historia del béisbol, odiaba poncharse.
“Un ponche es algo improductivo, y no ayuda en absoluto al equipo. Probablemente me hubiera cortado las muñecas si me hubiera ponchado 100 veces al año”, dijo en una ocasión Robinson, quien solo una vez alcanzó los 100 chocolates en 21 temporadas (y esa transgresión ocurrió en su último turno al bate de la temporada de 1965).
Durante su tercera temporada de JMV con los Cardenales en 2009, Albert Pujols se abanicó solo 64 veces en 700 apariciones al plato.
Hank Aaron, Ted Williams, Johnny Mize, Al Kaline y Billy Williams nunca se masticaron la brisa 100 veces. Willie Mays y Ernie Banks lo hicieron solo una vez, casi al final de sus carreras. El máximo total de ponches en una temporada de Stan Musial fue 46. Joe DiMaggio llegó a los 39, y Yogi Berra alcanzó 38.
A mediados de la campaña de 2017, y en menos de una semana, los Cachorros de Chicago se convirtieron en el primer equipo en los últimos 100 años que gana dos partidos a pesar de poncharse 17 veces en cada uno.
Campeones en 2016 y repleto de jóvenes talentosos, pero indisciplinados ofensivamente, los Cubs son el reflejo del espíritu moderno del béisbol en el que los grandes batazos le han ganado la batalla a la “pelota chica o estratégica” y por ende el juego termina siendo más extenso y aburrido.
Si no lo había notado, los partidos de hoy en día son más largos —un promedio récord de tres horas y cinco minutos (3:05)— y monótonos debido en gran parte a la cantidad sin precedentes de ponches que se producen por encuentro —una media de 8.23.
El problema no descansa necesariamente en el tiempo del juego sino en lo que ocurre durante el mismo: muy poco.
Cuatro elementos en contubernio están arruinando el deporte: pobre promedio ofensivo, demasiados jonrones, un incremento sustancial en el número de doble plays por y los ponches.
Y no es que los cuandragulares sean dañinos —al contrario, son quizá el componente más atractivo de la pelota—. El inconveniente descansa en el enfoque de los bateadores quienes, en su esfuerzo descontrolado por pegar grandes batazos, terminan abanicando las brisas.