Once semanas, ese es el tiempo que separa la primera semana de mayo al 23 de julio (fecha en que deberían de iniciar los Juegos Olímpicos de Tokio 2020). Cuando fueron suspendidos el año pasado por la pandemia del coronavirus, la gente guardó la esperanza de que 365 días serían más que suficientes para encontrar una solución a esta enfermedad.
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Tristemente, a pesar de que el tiempo ha servido para desarrollar vacunas y entender con mayor profundidad la manera en que el virus ataca el sistema inmune de los seres humanos, es complicado pensar que una gesta deportiva de tal magnitud pueda realizarse en medio de una de las peores crisis humanitarias desde la Segunda Guerra Mundial.
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Toshihiro Nikai, el secretario general del partido Liberal Democrático de Japón informó en abril a la cadena televisiva de su país TBS TV que en caso de que nuevamente se complique llevarlos a cabo, los Juegos Olímpicos tendrían que ser canceladas por completo. El anuncio causó tal nivel de conmoción entre los televidentes y usuarios de las redes sociales del país asiático que Nikai se vio forzado a retractarse.
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Sin embargo, el político replanteó su postura explicando que “desde su punto de vista, los Juegos Olímpicos y los Paralímpicos no tienen porque suceder a toda costa”. El Comité Olímpico Internacional ya anunció que no hay un Plan B en caso de que vuelvan a ser cancelados.
En marzo el Comité Organizador de Tokio publicó un comunicado en el que exaltaba que solamente a los espectadores locales se les permitiría el acceso a los recintos donde se llevarán a cabo las competencias.
La pregunta más importante que Japón debe de responder a unas cuantas semanas de que comiencen las competiciones es la siguiente: ¿Tiene el gobierno la suficiente infraestructura para minimizar el riesgo de contagio entre los atletas? Eso al final será el factor determinante para comprender si el costo/beneficio de esta odisea verdaderamente vale la pena.